La verdadera causa del actual estado de la educación es la manera en que se viste y coquetea con fórmulas pseudo-científicas sin disimular una admiración hacia sí misma, pues ese orgullo se esconde en una manifestación de altruismo e igualitarismo que le hace por completo ciego a su propia estupidez, a lo indiferente que le resulta al resto de la comunidad y a sus resultados pésimos en la formación. Tal orgullo es tan grande que no puede soportar una salpicadura de la verdad que no es más que su connivencia con el poder y con la negligencia de sus dirigentes, inspectores, directores... La educación programática no tiene ninguna previsión contra uno de sus mayores peligros: el tedio de los educadores y, sobre todo, el de los escolares para los cuales el centro de enseñanza resulta atractivo sólo en la medida que les permite escapar de casa. Es su medio de socialización y para ellos es mucho más importante los sucesos que ocurren a lo largo de una jornada fuera de las aulas que cualquier deseo de aprender en las clases impartidas. Si llegáramos a comprender lo insignificante que son para ellos los contenidos que se les da creeríamos, de una vez por todas, el valor nimio que posee la educación en su vida. El sentido de la educación, o su sinsentido, se puede aderezar con lo que se quiera pero cualquiera que posea un mínimo de honestidad intelectual sólo tendrá motivos para avergonzarse. Algunos educadores optimistas y, sobre todo, los padres minimizan esto último aduciendo que al menos es un hecho que están como pez en un agua que, de acuerdo, no es del todo pura, pero que les dota de los hábitos necesarios para el seguimiento de la carrera académica o la inserción en el mundo laboral. Nada más lejos de la realidad. El aire en los centros de enseñanza es asfixiante para cualquiera que reconozca la libertad como la finalidad última de la formación. Un horario delimitado de materias impartidas con más o menos acierto, sin solución de continuidad, agotador, deja al alumnos fatigado de comportarse bien: pues tal norma implica exclusivamente copiar o asimilar materias para después descargarlas como una fotocopiadora. El inocente profesor que intenta conectar con la vida de sus pupilos pronto es descartado como objeto de atención: si no hay examen todo deja de ser importante. Al ingenuo profesor se le escurren los alumnos como el agua entre las manos y en el momento que decide manifestar su autoridad nota de inmediato que su éxito se debe a un fingimiento pero nunca a una verdadera comunicación. Nuestro profesor se va rompiendo y va tomando en la medida de los años un aire de rectitud que oculta sus ansias frustradas. La única salida a esta dicotomía entre comunicación y autoridad es la adopción de cierto sentido del humor que bloquee las conductas adquiridas y viciadas e intente abrir un camino hacia lo que ellos consideran importante. Pero tal estrategia requiere una destreza muy especial: hay que saber cuándo van a caer, dónde van a caer, ocultando que el educador lo sabe, y, antes de que puedan recuperarse, introducir la seriedad del discurso sin subrayar cuál de las dos partes es la importante. Nunca se podrá moldear la afectividad, las facultades cognitivas y desiderativas, con verdadera eficacia si no es haciéndoles tropezar de este modo. Por otra parte resulta la única manera que el educador pueda dar algo valioso: esto es, comunicar con la energía necesaria para arrancar en ellos el entusiasmo. Ninguna curiosidad es pesada ni puede desprenderse del atril o del programa. Todo gusto por las letras, las artes o las ciencias debe iniciarse como algo agradable y para ello es necesario preparar un terreno abonado de buen humor. Lo risible o lo ridículo formalizado es una buena manera de conseguir ese estado. No hay ningún peligro de relativizar la autoridad o el área a la que se pertenezca. Por otro lado, el hecho teatral de por sí dota al educador la desinhibición que debe mostrar en el gusto por lo que está impartiendo. Esa inclinación es lo que verdaderamente hará tropezar los cerebros receptores pues siempre hay que evitar que éstos se despeguen del cuerpo, del gesto y de la afección. El humor son las ramitas que van a alimentar el fuego que queremos que arda. De nada nos sirve para la ignición la arena insensible de una introducción, de un índice o de una valoración sobre la importancia de lo que se va a impartir. El educador no puede ofrecer lo que no tiene. Sin una pizca de locura jamás se logrará el oxígeno necesario para que él mismo se encienda, cuánto menos el de los educandos. Una vez encendida la hoguera del conocimiento se podrá coger con la mano y a través de la palabra la atención como si de un ejercicio de hipnosis se tratara. En ese estado de sugestión es cuando la verdad ocurre y se produce la admiración: hay que aprovechar al máximo ese momento para establecer las conexiones respecto del programa que antes se ha suprimido y tratar de crear la expectativa en el recorrido de lo que va a enseñarse. Se ha de ser muy rápido en detectar ese estado: puede adivinarse por los síntomas de extrañeza, muecas de incredulidad, y, sobre todo, mutismo. El silencio se convierte en un campo de gravedad que atrae a la siguiente frase con una fuerza sobrenatural. Prolongar ese silencio hasta que parezca inaguantable. El docente no debe ceder aquí ninguna rotura del discurso. La seriedad que se respire debe ser tan grave que el que se halle desconectado sufra cabizbajo el no poder seguir el juego que todos los demás participan. El resto ha comenzado a pensar. Cuando toque el timbre no se moverán de sus asientos.
Es una buena señal que la secuenciación del programa se vea pronto deshecha y que se permanezca como a la deriva. Es la señal de que las dimensiones exactas que se habían calculado han sucumbido a un proceso vital, que la representación se ha visto superada por un trayecto cuyo rumbo no responde al timón del líder. En la pérdida pueden encontrarse las islas de la bienaventuranza, por utilizar un símbolo homérico, y, en el caso de que no se puedan abordar hay que rodearlas de un al otro costado, hay que distanciarse y volver. Es la única manera de que la evidencia que se puede provocar se convierta en instrucción. Ningún alumno cree en las brújulas y mapas que se le dan, son, para ellos, nortes fingidos con los que el docente declina toda responsabilidad y ellos su interés. No hay cartografía válida si no ha sido trazada por el itinerante, por eso es necesario ponerse el uniforme de contienda y afrontar las lecciones como una viaje en el que se queman las naves de lo sabido, lo creído o lo esperado. Todos los hombres, como decía Hume, están instalados en las costumbres, que son como
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