martes, 10 de agosto de 2010

HANS BLUMEMBERG - LA FORMACIÓN ES LO QUE QUEDA

[ Begriffe in Geschichten, Frankfurt: Suhrkamp, 1998].

[Bildung ist, was übrigbleibt (24-25), Emanzipation (41-42), Geschichtemachen (63-65), Intersubjektivität (96-97), Lebenswelt (120), Nominalismus (132-133), Opportunismus (134), Realität— An Wircklichkeit gewinnen durch Nichterscheinen (145-147), Reflexivität (150-151)]

Traducción de Daniel Innerarity.

Conceptos en historias

El concepto es un concepto vago (Ludwig Wittgenstein, Bemerkungen über die Grundlagen der Mathematik, 195).

Los conceptos no están constituidos a partir de datos sino de historias. El mundo de los hombres no se compone de hechos, al igual que tampoco la realidad se compone de proposiciones. Los datos y los hechos, la objetividad y la universalidad son un momento de aquel acontecer narrado en las historias.

… relatar los supuestos de los que no puede emanciparse el pensar y el hacer humanos. En cierto modo, se trata de un análisis a priori, pero no en el sentido de unos principios generales y necesarios, sino en el ámbito de lo particular y concreto, que también tiene el carácter de algo inevitable. Teoría de un a priori fáctico fue la fenomenología en tanto que analítica de lo que, desde Dilthey, Husserl y Heidegger, se ha dado en llamar “mundo” o “mundo de la vida”.

El interés de HB por los historias de los conceptos no tiene un sesgo musealístico. No se sumerge en un pasado que entre tanto hubiera muerto.

La comprensión de los conceptos que usamos no puede lograrse sin una heurística de su génesis, mediante una definición teórica y general.

HB parece interesado en salvar el hiato que existe entre la definición normativa de los conceptos y su génesis fáctica. La validez actual de un concepto solamente en algunos casos excepcionales se debe a una decisión libre; nuestros conceptos son las más de las veces el resultado azaroso de algunos sucesos, es decir, productos históricos.

La definición ha de entenderse como resultado de la historia de su uso efectivo.

Hegel hablaba de un “trabajo del concepto” para ofrecer una idea de la complejidad que está en el origen de los modos de entender la realidad, que no son intuiciones inmediatas ni el resultado de una abstracción simplificadora. HB continúa esta tradición poniendo el matiz en el detalle, más que en el todo.

Los conceptos no son magnitudes intemporales, sino momentos de contextos categoriales.

La formación es lo que queda

Las definiciones son obras de arte. La que más admiro es la del cristal: el cristal es un líquido helado de una extremada resistencia y con una velocidad mínima de flujo prácticamente infinita (Gustav Tammann, 1903). En seguida se advierte cuál es el propósito de esta definición: mantenerse lo más alejada posible de la tautología. Extrae propiedades cuyo valor consiste en determinar lo que no describe la apariencia. En lo que menos piensa uno cuando está delante de un escaparate es en “liquidez” y “velocidad de flujo”.

De ahí procede también la insuperable disposición de las definiciones a la parodia. Por ejemplo: la salud es el estado precario que no hace presagiar nada bueno. O este otro: el ruido es la información acústica no deseada. Por último: el mundo es el lugar geométrico de todos los puntos. La parodia pone de manifiesto qué es lo que las definiciones proporcionan y que se las infravalora cuando son definidas como reglas para sustituir palabras.

Uno puede olvidarse de las definiciones. Pero hay una sola cosa que no debería olvidarse, aunque en ella el olvido es esencial. Procede de uno de los muchos presidentes franceses, de uno al que sería injusto olvidar: Edouard Herriot. Dejó dicho que la formación es lo que queda cuando se ha olvidado todo.

Uno agradece, antes de admirarse, de que nos esté permitido olvidar, que olvidar sea algo legítimo.

Esta definición no se burla de aquellos cuya “formación” se expresa en fórmulas asociativas como: “Ah, por cierto, esto me recuerda aquello de que… “. Esto es correcto, pero es un estado transitorio. Uno debe poder acordarse de muchas cosas antes de obtener la licencia para poder olvidarlo todo. Pues el olvido del que aquí se trata no es otra cosa que la indeterminación homogénea del recuerdo.

El mundo se ha atiborrado de referencias y relaciones, por lo que ya no hace falta destacar esta o aquella particular. El conglomerado de la “significatividad” surge a partir de la “significación” que debe aprenderse en el camino de la formación y cuyo sistema de coordenadas asegura contra la idea de que nada tiene que ver con nada. En ese conglomerado todo tiene que ver con todo. A pesar de ello, el frenesí relacionador no sirve para nada. Uno está protegido para no quedarse con la boca abierta ante las singularidades. A quien todavía algo le parece poco, que espere.

Si hubiera que elevar este sencillo asunto a una fórmula pretenciosa, dispóngase así: la formación no es un arsenal, la formación es un horizonte.

Emancipación

Cuando Eugen Gerstenmaier todavía presidía el parlamento alemán, hacía sus visitas oficiales preferentemente en países donde había algo que cazar.

En una visita a la antigua colonia alemana de Togo, fue recibido en Lomé por el presidente Sylvanus Olympo. Al borde de las calles que conducían del aeropuerto a la ciudad había una masa de gente entusiasmada entre cuyos gritos Gerstenmaier identificó la palabra “uhuru”. A la pregunta acerca de qué significaba, su anfitrión le contestó: “independencia”. El asombrado huésped de estado tuvo que volver a preguntar: “¿Cómo? Si ya la tienen desde hace tiempo”. A lo que Olympo le contestó con sorna que la gente ya se había acostumbrado a ella.

Esta explicación suena inofensiva y no sabemos por sus Memorias si el visitante alemán se contentó con la respuesta. Es una pena.

Con la expresión “uhuru”, ¿habían entendido las masas que gritaban algo distinto e incomparablemente mejor de lo que ahora tenían? En ese caso, estarían todavía esperándolo y exigiéndolo. ¿Podría ser que creyeran que el visitante alemán—procedente del país de los recuerdos olvidados de los abuelos— era capaz de proporcionárselo? Algo peligroso para la siguiente cacería.

Pero tal vez es que ya no lo entendían de ninguna manera y lo tomaban como un grito de júbilo para las buenas ocasiones, como los cristianos el aleluya. Pero si se lo hubieran explicado así al presidente Gerstenmaier, como practicante que era, habría podido fácilmente objetar con otra pregunta: “¿Acaso no han entendido antes cuando no la tenían? ¿O es que la indeterminación de entonces es lo que impulsa la esperanza de cambiar las cosas y lo que impide reconocer cuando han cambiado?”.

Hacer historia

¿Qué significa que el hombre hace la historia? Las respuestas que se han dado nunca han sido satisfactorias, al menos no tanto como parece la afirmación contenida en la pregunta. Puede estarse de acuerdo con esa afirmación y sin embargo extraer de ella interpretaciones muy polémicas.

El hombre hace la historia, pero no sabe lo que de ello resulta, es el tenor de un grupo de interpretaciones. El hombre hace la historia, pero no pone las condiciones bajo las cuales la hace, es el tenor de otro grupo. Estos ofrecen inmediatamente la receta estimulante de que el hombre ponga ahora las condiciones, en lo que parece acechar la trampa de una contradicción. Dado que no sabemos exactamente —y tal vez tampoco podamos saberlo— qué decimos al afirmar que el hombre hace la historia, debe bastar que todos puedan alegrarse si, al equiparar el hacer con el actuar, todo el problema se transfiere a la ética. Pero esto es lo más inverosímil.

Una orden de marcha fenomenológica en este asunto debería permitir describir situaciones en las que la historia es hecha o pudo ser hecha. Si se mira a los historiadores se advierte en seguida que su presentación de tales situaciones se apoya generalmente en conjeturas. Los documentos de la historiografía son ya resultado y producto secundarios o terciarios del hacer historia. Apenas documentan la originariedad de las situaciones en que se gestó la historia. Una fenomenología de este tipo tiene que ver con síntomas que realmente no le interesan.

Precisamente la consideración de las expresiones del ordinary language, rastrear el habla cotidiana del espíritu simple o no tan simple, conduce a los síntomas y productos confeccionados. Cuando un historiador de Marburgo informa que, durante las jornadas agitadas de su seminario, una mañana puso en la puerta una cartel que decía “Aquí se hace historia”, eso es algo demasiado ambivalente en un seminario de historia como para que pudiera proceder de un espíritu simple.

Estaría bien si sólo fuera una exageración. Y es que tras esa puerta ni siquiera se escribe la historia, y tal vez sea esta la única manera en que la historia se hace. La expresión “hacer” es también una de aquellas esforzadas minusvaloraciones en las que, no obstante, aún resuena toda la carga del “creacionismo” idealista, sin quererlo reconocer, como el uso temprano de la expresión por parte de Gottfried Benn para la actividad de construcción lírica y como lo testimonia el uso posterior para los “productores de películas”.

This is history, lady! Este es el grito de un fotógrafo tras el atentado a Robert Kennedy en julio de 1968 exigiendo el paso libre y haciendo valer su derecho frente a lo privado. La mujer del hombre abatido quería proteger a su marido frente a los flashes de los reporteros. ¿Está confirmado el carácter histórico de un acontecimiento únicamente cuando adopta la forma definitiva de un muerto? ¿O es que simplemente se había confundido la opinión pública con la historia? ¿Es un hecho histórico precisamente aquello que debe ser accesible a cualquiera? ¿O es sólo aquello que constituye la misión de quien ha renunciado globalmente a la totalidad de su esfera privada, de modo que ya ni siquiera su muerte puede ser privada?

Quizá demos ahora un paso adelante si cito una carta postal cuyo understatement me ha fascinado desde que lo conozco. El 19 de abril de 1922 escribe Walther Rathenau* desde Génova a su madre: Querida madre: Hoy, domingo de pascua, he hecho una excursión a Rapallo. Más detalles, en el periódico… Un abrazo. W. El nombre de Rapallo es mencionado aquí por primera vez en un contexto implícito que tendría para el siguiente medio siglo una evidencia amenazadora como ningún otro nombre de los muchos tratados y conferencias del periodo de entreguerras. El hecho de que el hijo remita a la madre al periódico, al periódico del día siguiente, es lo que produce aquí el contraste casi grotesco al elegir la palabra “excursión”, que con la fecha del domingo de pascua puede ser entendida como una trivialidad burguesa, pero también en la tradición culta de otro espíritu pascual: el del “Fausto”** .

El hecho histórico y el hacedor de historia no hacen otra cosa que una payasada cuando remiten a la opinión pública posterior, a la planificada, a la opinión de la prensa instrumentalizada para conseguir un efecto determinado. En este caso no se describe, sino que se publica.

Lo propiamente fenomenológico en esa postal puede traducirse en la fórmula de que ella manifiesta como ninguna otra la simultaneidad de una historia con la historia. En el texto aparece la palabra "hacer", pero lo que se hace es la excursión a Rapallo, no lo que en Rapallo se hace.

Intersubjetividad

Schopenhauer ofrece en tres líneas una historia que debería ilustrar drásticamente la soledad del hombre razonable en medio de ruidosos trastornados: este hombre tenía un reloj que daba la buena hora en una ciudad cuyos campanarios estaban todos equivocados; sólo él sabría la hora verdadera. La gracia de esta historia está en la escueta pregunta: ¿pero de qué le sirve?

El destino de este solitario es digno de compasión. No sólo por culpa de los otros, que se guían por los relojes públicos; tampoco es culpa de aquellos que pueden saber y saben que aquel hombre se limita a llevar consigo un reloj que da la hora buena. Estos no son peores que quienes sólo miran a las torres; basta un poco de experiencia de la vida para no preocuparse en este caso por la verdad que custodia el solitario.

Este no es exactamente el modo en que Schopenhauer quería ser leído. Los ciudadanos del doble sentido —guiarse por los relojes equivocados y, al mismo tiempo, saberse poseedor del tiempo correcto— aparecen bajo una doble luz que les impide percibir la obligación de corregir los relojes de las torres. Quien es consciente con orgullo del tiempo correcto de su reloj no ha pensado al menos una cosa: ¿qué motivo podría haber para adaptar su reloj al curso mayoritario de los relojes? ¿Por qué habría de hacerlo si lleva el tiempo correcto?

Lo podría hacer con la única intención de no estropear sus posibilidades de relacionarse con todos los demás habitantes de la ciudad al llegar demasiado tarde o demasiado pronto a todas las citas y actos. Pero no sentiría esta necesidad ya que la peculiaridad de su reloj le impediría percibir las correspondientes ganancias y satisfaciones. O tal vez llegara a la pacífica resolución de mantenerse en su tiempo correcto pero tener en cuenta la diferencia con el tiempo público y llegar así puntualmente. Sería tan ridículo como quien se mantiene en una verdad que ha de falsificar continuamente con el fin de hacerla aplicable.

El núcleo de este absurdo no está en quienes salen en la historia sino en el que la cuenta. El narrador supone, a efectos ilustrativos, que uno podría tener el tiempo verdadero y todos los demás no. Olvida que el carácter público pertenece a las determinaciones elementales del concepto de tiempo. No hay tiempos secretos, medidores del tiempo, tiempos individuales, relojes privados. La rotación de la tierra o el aparente movimiento del cielo indican la duración del día, pero ni su comienzo ni su fin, como tampoco su división. Se trata de reglas de la convención pública. Qué alcance ha de tener semejante convención para ser "medida" y convertir todas las desviaciones en un sinsentido, es algo que depende del radio de la propia vida y del ámbito de relaciones.

El solitario poseedor del tiempo verdadero en una ciudad cuyos campanarios tocan una hora equivocada no es un sabio sino un loco. Por no tener esto en cuenta, el narrador de la historia se delata más a sí mismo que lo que pretendía: dar un plazo adecuado a los que llevan un tiempo equivocado para que caigan finalmente en cuenta de lo que siempre había visto una cabeza clarividente. Esta historia desaconsejaría entonces la impaciencia de que se podría y se debería ir muy rápido, de modo que todos los demás hubieran de seguir al poseedor de la verdad. El relato explica de hecho lo contrario: por qué nunca le seguirían.

Mundo de la vida

El mundo de la vida es el mundo en el que hay una respuesta para todo y todo el mundo lo sabe, por lo que hacen ninguna pregunta. Serían preguntas como las de los niños, que no las hacen para conocer las respuestas sino para que no se detenga el juego y emplazar a los destinatarios. Pese a todo, las preguntas y las respuestas configuran “sistemas”. Son de tipo circular, sin que esto escandalice a nadie.

Por ejemplo:

— ¿Por qué anda el tranvía?

— Por la electricidad.

— ¿De dónde viene la electricidad?

— De la toma de corriente.

— ¿De dónde se saca el dinero?

— Del banco.

— ¿Quién se lo da al banco?

— El banco central.

— ¿Quién se lo da al banco central?

— El estado.

— ¿Quién se lo da al estado?

— Yo.

— …

— ¿Satisfecho?

— Sí, bastante.

A quien piense que esto es un mero asunto de niños hay que decirle que los “modelos de mundo” de muchas cabezas actuales están hechos de este modo.

De vez en cuando se incomoda nuestro mundo de la vida, y hay muchos a los que esto no les gusta.

Nominalismo

La anécdota se opone al anonimato. Si utiliza siempre un nombre célebre es porque lo necesita para alcanzar la cumbre de su carrera: como anécdota móvil.

Cuando, no obstante, ha de permanecer anónima por motivos de educación social, mantiene su capacidad de ser transplantada cambiando de localidad.

De modo que el botones de un gran hotel puede no aparecer con su nombre en una anécdota. La anécdota no conoce todo el bien que hace. El botones puede haber sido de Stresa o de Biarritz, de Adlon o de Claridge. En cualquier caso, la extensión en el tiempo no debe ser excesiva, pues ha de ser en una época en la que todavía haya botones y todavía no entren en competencia con la cabeza lúcida de un docente, si es que la historia pretende ser creída. También el público participante debe cumplir unas determinadas condiciones mínimas: clara distinción de sexo en la indumentaria.

La historia discurre así: el botones del guardarropa de un lujoso hotel era conocido por su extraordinaria memoria en el trato con los huéspedes y sus depósitos. Nunca necesitaba el resguardo para devolver el objeto que se le había confiado.

Un día le preguntó un huésped: "¿cómo puede usted saber que este es mi sombrero sin que yo le haya dado el número?".

"Perdóneme, señor", fue la respuesta. "Yo no sé si este es su sombrero. Sólo sé que usted me lo ha dejado hace dos horas".

Otra vez le hizo una señora la misma pregunta. La respuesta sufrió la correspondiente variación de acuerdo con el género: "perdóneme, señora. Yo no sé si este es su sombrero. Sólo sé que usted me ha dejado este objeto hace dos horas para que lo guarde".

Ahora ya no quedan botones así. Ya todos pudieron estudiar filosofía. Y es que ambas respuestas presuponen que se sabe qué es identidad y qué es una forma esencial, qué problema únicamente puede resolverse de manera nominalista y qué problema únicamente puede resolverse de manera realista.

Si la anécdota hubiera viajado mucho, su forma originaria procedería de Sócrates. Es una variante peculiar de lo que había demostrado al esclavo de Tesalia en el diálogo "Menón". También Platón nos silencia su nombre, y por los mismos motivos por los que resistir la curiosidad de conocer el nombre del botones de hotel.

Oportunismo

A Diógenes de Sinope le preguntaron cómo quería ser enterrado. “Con la cara hacia abajo”, fue su respuesta.

Viendo la sorpresa en los rostros a su alrededor, añadió que el mundo daría pronto la vuelta y que entonces yacería correctamente.

Hubo posteriormente quien refirió esta sentencia a las revoluciones que provocaron los macedonios. Desde siempre se ha deseado que los filósofos sean clarividentes. También este, por muy poco querido que hubiera sido, habría de tener razón al menos después de morir.

Pudo ser que Diógenes hubiera pensado qué mala reputación tenía en todas partes; únicamente tras su muerte se contaría sin rodeos que su vida habría de dar la vuelta en la tumba. Y entonces yacería correctamente.

Lo más verosímil es que Diógenes tuviera el vicio de los filósofos: oportunismo a largo plazo. Pues siempre ha tenido razón quien no confiaba en la estabilidad de la situación del mundo y se ponía de parte de la siguiente revolución, con independencia del lugar del que las cosas vinieran y en el sentido en que quisieran revolucionar. En cualquier caso, él yacería entonces correctamente.

Ganar en realidad al no aparecer

Desde hace diez años sabemos con un poco más de precisión lo que, en conjunto, sólo sabemos de manera imprecisa: qué es la realidad y qué decimos, en consecuencia, cuando hablamos de realismo. Hay que moverse al margen de los acontecimientos, donde incluso las noticias periodísticas discurren al margen de lo fiable y fusionan la realidad con lo imaginario, que a menudo nos ocupa más intensamente que lo real.

Resulta que hace diez años tuvo lugar un pequeño movimiento que debía formar parte —y a partir de ahora así es— de la historia de los conceptos en historias.

El 3 de octubre de 1977 la Agencia alemana de prensa comunicó por extenso la retirada de los observadores profesionales del lago Ness en Escocia, que habían estado esperando todo el verano con un equipo sofisticado la aparición del polémico monstruo. Es algo así como el oficioso punto final tras la sequía periodística de todos los años.

De la temporada resultaban tres puntos de vista, que también son interesantes para el observador de nuestros problemas con la realidad y el realismo.

El más importante es la simple constatación por parte de la agencia de noticias de que el verano de 1977, a diferencia de los anteriores, no había ofrecido motivos para sostener la existencia del prehistórico animal. Nadie había afirmado haberlo visto. No había sonidos, ni fotos, ni huellas, ni testimonios. Habría que pensar que, de este modo, se acercaba a su fin la larga historia de la espera al animal en el lago, un final de resignación, incluso de negación. Asombrosamente es todo lo contrario. El balance negativo del año 1977 revalorizó los testimonios de los años anteriores, los liberó un poco de la fama ilusionista que tenían. Incluso las supuestas fotografías ganan por el hecho de que no ha habido nuevas. Las fotografías subterráneas de 1975 no habían podido convencer a todos los realistas del mundo. Pero si eran falsificaciones o interpretaciones equivocadas de objetos confusos realizadas bajo el dominio de los deseos, ¿por qué en 1977 no se había cumplido ningún deseo?

Este asunto es muy interesante para nuestra relación con la realidad: la resistencia a contemporizar con nuestras expectativas y deseos tiene más que ver con la realidad que su satisfacción, también cuando la experiencia satisfactoria inclina a ver en su objeto todo y más de lo que se esperaba. La percepción de lo que no hay nos convence más de la posibilidad de que lo no dado podría ser, puesto que es tan extraño prestar atención a lo que no existe. El teórico hace a menudo sus hallazgos más importantes en la medida en que advierte huecos en el contexto de las apariciones. La retirada de los observadores decepcionados de las orillas del lago escocés, en un verano deslucido por la lluvia, es una grandiosa demostración del éxito de los observadores anteriores. Si no fuera así, la agencia de prensa no habría transmitido este asunto. Ahora está mejor armada para la guardia de los próximos años.

Entonces se informa de que el autor de un prospecto sobre el fenómeno escocés, William Owen, ha escrito que quienes dudan y los sedicentes realistas sólo creerían en el monstruo nacional si fueran mordidos por él. Contra todas las tradiciones del sentido histórico, se aferra a la simple experiencia de que no escapa a la mirada lo que produce dolor. ¿Qué indicio de realidad hay más sencillo, también para la realidad no reconocida y desconocida?

El hombre no es sólo un ser realista; es también alguien necesitado de consuelo. Se entiende que los turistas atraídos por un letrero de carretera, fracasada su visita, necesiten un consuelo. En una tienda local de Drumnadrochit pueden adquirir un certificado en el que se les asegura: yo he visto a Nessie. Puede ser que este trofeo no encuentre en el regreso a casa tantos creyentes como esperaban al comprarlo. Más interesante es tratar de hacerse una idea de lo que concluirán los historiadores dentro de dos siglos a partir de ese certificado. No les cabrá otra posibilidad que lamentar que también ese tipo de animal se extinguiera con el hombre.

Los fracasos de una teoría por no comparecer lo que prometía sólo son productivos por medio de una parateoría que pueda explicar, bajo los mismos supuestos, por qué tenía que fracasar. Algunos perspicaces paisanos del pacífico entorno escocés han hecho culpable al ruido procedente de una cercana carretera de que el asustadizo monstruo no se haya dejado ver. Pero resulta que esa carretera se construyó intencionadamente para la tromba de curiosos del lago Ness. El monstruo sacó las consecuencias de sus anteriores apariciones y reaccionó al exceso de su éxito, produciendo la justa medida de decepción y reduciendo así nuevamente el ruido a un nivel soportable. No parece muy descabellado decir que habrá que contar con una reaparición sólo cuando el número de posibles testigos se haya reducido hasta lo que es propio de milagros y fenómenos naturales. El hecho de que haya un motivo para que el monstruo no aparezca es un indicio no sólo subjetivo sino objetivo de su realidad: hay una teoría del comportamiento para su permanencia en estado de inmersión. Pero ¿quién se habría considerado a sí mismo uno de aquellos que eran muchos como para que se dejara ver un fenómeno asustadizo y necesitado de una pacífica normalidad?

Reflexividad

El hombre es un ser precavido. Cuanto más opacas son las circunstancias en las que tiene que vivir tanto más artificiosas son las disposiciones de su precaución. El absolutismo de un régimen le hace aproximarse a la absoluta prevención.

En un sistema totalitario es imaginable que el funcionario de una formación que protege la seguridad del estado se prevenga para el caso de que a otra organización encargada de la misma tarea pudiera ocurrírsele proteger al estado de él. Esto no es tan absurdo cuando las fuerzas rivales de un sistema semejante son puestas a competir entre sí, mientras el mando queda al margen de tales antagonismos. Hitler fue el maestro de este juego, unas veces sangriento, otras grotesco.

En la “policía secreta del estado” no eran algo insólito —según se informa autorizadamente— las detenciones por otros órganos policiales. Un comisario de lo criminal consideraba conveniente ponerse bajo la protección de una detención que ya había tenido lugar. Llevaba consigo en todo momento la orden de detención contra él. Si su organización se hallaba en una situación equívoca y se debilitaba la seguridad que le proporcionaba, entonces lo previsible era que una mañana apareciera el sustituto del lechero. Mostrar la orden de arresto y declararse ya detenido servía al menos para confundir al policía y ganar tiempo. El aparato burocrático de tales sistemas les hace tan inflexibles para esas desconcertantes eventualidades que resultan incapaces de reaccionar. ¿En dónde está escrito qué debe hacerse al llevar a cabo una orden de detención cuando el sujeto en cuestión puede demostrar oficialmente que ya está detenido?

La auto-detención es la imagen perfecta del sistema totalitario en un caso límite. Pero las burocracias tienen una brigada de artimañas desconcertantes también en los estados bien constituidos. Especialmente allí donde se actúa contra ellas a partir de espacios de “vacío legal”. Tras el pertinente retraso, la burocracia muestra entonces su sagacidad. Se las ingenia para inventar instituciones para los vacíos legales, que a su vez inventan un derecho que no hay. También aquí se obtiene al menos una ganancia de tiempo. El mismo aparato que, en medio del tejido regulatorio estatal, pone a disposición el derecho para los vacíos legales, crea las oficinas de información jurídica cuyos oráculos son aceptados incluso por los espíritus más enardecidos porque “ponen punto final al asunto”.



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