"Pensemos en el ojo del filósofo clavado en la existencia: anhela fijar de nuevo su valor. (...) ¡Cuánto debe contrariarle que la Humanidad que ve ante sí sea sólo un fruto podrido y corroído por los gusanos! (...) El juicio de antiguos filósofos griegos acerca del valor de la existencia expresa acaso más que un juicio moderno, porque ellos tenían ante sí y a su alrededor la vida misma en una exhuberante perfección, y porque en ellos el sentimiento del pensador no se confunde, como en nosotros, en el dilema entre el deseo de libertad, la belleza, la grandeza de la vida, y el impulso hacia la verdad, que no pregunta sino: ¿Cuál es, en definitiva, el valor de la existencia? (...) Un pensador moderno, como decía, sufrirá siempre de un deseo insatisfecho: exigirá que se le muestre de nuevo la vida, verdadera, roja, sana, para emitir luego un juicio sobre ella. Al menos en lo que a él respecta, tendrá que considerar necesario ser primero un hombre vivo antes de creer que será un juez justo. He aquí el motivo de que precisamente los filósofos modernos se encuentren entre los más poderosos impulsadores de la vida, de la voluntad de vivir, y que por eso, desde su propio tiempo desfallecido, anhelen una cultura, una physis transfigurada. (...) La lucha de uno de estos grandes contra su tiempo será, sólo en apariencia, una lucha absurda y destructivqa contra sí mismo. Pero, desde luego, sólo en apariencia; pues en ella combate contra aquello que le impide ser grande, lo que para él no significa sino ser libre y ser él mismo. De aquí se sigue que su enemistad, en el fondo, se dirige contra lo que está en él, pero que, sin embargo, no es propio de él; esto es, contra la impura confusión y coexistencia de lo que es inconfundible y eternamente irreconciliable, contra la falsa adherencia de la tempestividad a su intempestividad; y, al final, el supuesto hijo de su tiempo se revela únicamente como su hijastro. (A Shopenhauer) se le reveló entonces el secreto de su ser; la intención que abergaba su época, su madrastra, de ocultarle ese genio se desvaneció, el reino de la physis transfigurada había sido descubierto. Si ahora dirigía su impertérrita mirada sobre la pregunta: ¿Cuál es, en definitiva, el valor de la existencia?, no tenía ya que condenar una época confusa y exangüe ni una vida hipócrita y turbia. Él sabía bien que sobre esta tierra era posible hallar algo más elevado y más puro que esa vida actual, y que comete una amarga injusticia con la existencia todo aquel que sólo la conozca y la valore según esta imagen odiosa. No, el genio mismo será ahora llamado a fin de que escuche si acaso el fruto supremo de la vida puede justificar la generalidad de laa vida; el hombre extraordinario, el creador, debe responder a la pregunta: ¿Afirmas tú de corazón esta existencia? ¿Te basta? ¿Quieres ser su intercesor, su redentor? Pues un sólo y verdadero Sí de tu boca, y la vida, tan gravemente acusada, será absuelta".
"Este eterno devenir es un guiñol embustero que logra que el hombre se olvide de sí mismo, es la verdadera distracción que dispersa al individuo a los cuatro vientos, el juego absurdo y sin fin que el gran niño-tiempo juega ante y con nosotros. El heroísmo de la veracidad consiste en dejar de ser algún día un juguete. En el devenir todo es vacío, engañoso, superficial y digno de nuestro desprecio; el enigma que debe resolver el hombre sólo puede resolverlo desde y en el ser y no en otra cosa, no en lo imperecedero. Ahora comienza a examinar cuán profundamente unido se halla al devenir, cuán profundamente al ser; ante su alma se eleva una tarea gigantesca: destruir lo que deviene, desvelar lo falso de las cosas. (...) Él mismo es el primero que se ofrece como víctima. El hombre heroico desprecia su bien o su mal, sus vritudes y vicios y, en general, que se lo juzgue según la medida de las cosas; ya no espera nada de su persona y quiere llegar a ver en todo ese fondo carente de esperanza. Su fuerza reside en ese olvido de sí mismo y cuando lo recuerda mide la distancia existente entre él y su excelsa meta y entonces le parece divisar un terreno plagado de escoria detrás y debajo de sí. (...) Quien busca en todo la falsedad y voluntariamente se hace cómplice de la infelicidad, provoca quizá otro milagro de la desilusión: algo inexpresable con respecto a lo cual la felicidad y verdad sólo son imitaciones idolátricas; acercándose, la tierra pierde peso, los acontecimientos y los poderes terrenos se tornan ensueños, a semejanaza de esos atardeceres de estío en los que todo nos parece sufrir una transfiguración. Al espectador se le antoja que justo entonces comienza a despertar y le parece que a su alrededor flotan las últimas brumas de un sueño. También éstas se disipan: ahora es de día".
"En verdad, el común de los mortales tiene derecho a mirar con rencor a cada uno de esos privilegiados [filósofos libres de las ataduras del estado]: mas quiera algún dios librarlo a él mismo de convertirse alguna vez en uno de ellos, es decir, de verse tan terriblemente comprometido. Parecería enseguida en su libertad y en su soledad, y se volvería loco, un loco malvado por aburrimiento. (...) Yo no sabría decir, en general, si se sirve a la verdad indicando el camino que debe seguirse para vivir de ella, porque todo depende de la índole y la calidad individual del hombre que tenga que andar por él. (...) Así pues, quien acepta ser filósofo por cuenta del Estado, también tendrá que aceptar que éste lo considere a él como alguien que ha renunciado a perseguir la verdad hasta el último de los recovecos. (...) Pregunta: ¿Puede en conciencia un filósofo comprometerse a tener algo que enseñar todos los días? ¿Y enseñarlo a cualquier que quiera oírlo? ¿No tendrá acaso que aparentar que sabe más de lo que sabe? ¿No se verá acaso obligado a disertar ante un auditorio de desconocidos acerca de cosas de las que sólo puede hablar sin peligro con sus amistades más íntimas? Y, en general, ¿acaso no deberá renunciar a la soberana libertad de seguir su genio cuando lo llama y allí donde lo llama al haberse comprometido a pensar públicamente en cosas previamente establecidas dentro de esas horas prefijadas? (...) La única crítica de una filosofía que sea posible y que también demuestre algo, esto es, que intente demostrar si se puede o ono vivir según sus normas, jamás s enseñó en las universidades; allí sólo se ejerció la crítica de las palabras a las palabras. (...) Por eso digo que es una exigencia de la cultura privar a la filosofía de todo reconocimiento estatal y académico y eximir en general al Estado y a la Universidad de la tarea irresoluble para ambos de tener que distinguir entre la verdadera filosofía y la mera apariencia de ella. Dejad que el filósofo crezca salvaje, privado de cualquier perspectiva de colocación e inserción en las profesiones burguesas, no le lisonjeéis más con sueldos y, más aún: perseguidle, sed inmisericordes con él: ¡veréis milagros!. (...) Si el Estado deja de mantener sus cátedras o, como reveo para un futuro inmediato, si sólo las mantienen de manera aparente y desidiosa, saldrá ganando, pero más importante me parece que también la universidad vea en esto su beneficio. (...) En cambio, cada vez penetra más en las universidades el hálito de los periodistas, y no raramente bajo el nombre de filosofía; un dicurso melifluo y pulido, con Fausto y Natán el sabio siempre en los labios, el lenguaje y las opiniones de nuestros nauseabundos periódicos literarios y ahora, desde hace algún tiempo, incluso se parlotea acerca de nuestra santa música alemana y se exigen cátedras para Goethe y Schiller; tales signos indican que el espíritu de la universaidad comienza a confundirse con el espíritu del tiempo. (...) En efecto, este tendría que ser el epitafio sobre la tumba de la filosofía universitaria: A nadie turbó".
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