Lawrence E. Cahoone, The Ends of Philosophy, State University of New York Press, Albany 1995, 418 págs.
Con toda probabilidad nadie considerará que Buchler, Derrida, Peirce, Rorty, Wittgenstein y Nietzsche pueden ser puestos bajo el mismo rasero en una monografía sobre los fines de la filosofía. Cahoone lo intenta pero reconoce la evidente incomensurabilidad entre ellos; aporta, con todo, un argumento a su favor contundente: él lo ha hecho.
El trilema del Barón de Münchhausen de Hans Albert ejemplifica la situación de la filosofía con respecto a sí misma. La filosofía se encuentra en una situación desgraciada parecida a la del Barón. En primera instacia está deslegitimada y debe establecer estrategias para justificarse. Tiene tres elecciones.En la primera se encuentra en un regreso infinito de juicios y perspectivas, de manera que nunca puede saber si un juicio es adecuadamente válido. La segunda elección termina en una serie de de primeros principios o premisas injustificables, y eso parece algo arbitrario e impropio de una ciencia. La tercera elección parece terminar en primeros principios que son válidos, pero esta apariencia de validez es debida al hecho de que los principios presumen la validez de los juicios cuya validación pretenden, y de esta manera la aparente validación acaba siendo una viciosa petición de principio. Y, sin embargo, la filosofía, desde su fundación, ha intentado siempre legitimarse a sí misma, aún a pesar de su inclinación dilemática. Según el parecer de Cahoone, nada de esto es nuevo. Lo que sí es una original aportación de la filosofía del siglo XX son las metáforas escatológicas sobre el fin de la filosofía. Lo sorprendente es que se trata de ataques contra la validez de la filosofía como disciplina y como actitud que surgen de los mejores pensadores de las últimas décadas; pensadores formados en la “academia filosófica”.
La tesis de Cahoone es arriesgada y, si no demostrara como lo hace un conocimiento preciso y extenso de los autores citados -también de los “continentales”-, podría decirse que tanto riesgo terminaría en accidente. Cahoone cree que todos los ataques de filósofos contra posibilidad de existencia de la filosofía son o no-filosóficos (y en ese caso, el campo de batalla se establece más allá de los límites de la filosofía) o contradictorios (en el caso de que sean “verdaderos ataques filosóficos”). Todos estos ataques tienen algo en común: quieren desprestigiar la filosofía como Episteme, como investigación en la verdad. La verdad debe perder el carácter representacional y adquirir otra forma bajo pena de que desaparezca del vocabulario. Dos intentos para realizar esta revolución: La filosofía como praxis tiende a considerar el valor de la verdad como algo útil: la filosofía se hace pragmática; su deber es reconstruir la experiencia. La filosofía como poiesis se entiende como un modo específico de comprender el mundo. En este caso la filosofía deviene en fenomenología: la verdad adquiere un tono estético. Las fluctuaciones entre la filosofía como praxis (filosofía social) y filosofía como poiesis (fenomenología), en detrimento de la filosofía como episteme y, por tanto, como investigación en la verdad, están causadas por tres enfermedades: naturalismo, relativismo y pragmatismo. Según Cahoone estas enfermedades son tan viejas como la malaria o como la civilización, pero a lo largo de este siglo han sido utilizadas como perspectivas filosóficas en contra de lo que se ha creído un error innato a la filosofía: el realismo.
Cahoone resume el realismo como la tendencia a pensar que “nuestros juicios son válidos respecto a lo que juzgan”. Todos las profecías sobre el fin de la filosofía se han hecho sobre esta base: no puede llegar a legitimarse un conocimiento válido de la realidad. Todo anti-realismo ha sido también un ataque “anti-fundacionalista”. Si la filosofía no tiene un fundamento seguro para validar sus juicios, humildemente debemos bajar la cabeza: Platón se equivocó. Tanto el naturalismo, como el relativismo como el pragmatismo han sido formas de negarle un lugar a la filosofía en el edificio del lenguaje asertivo-representacional. Cahoone también denuncia un mestizaje curioso entre pragmatismo y realismo que denomina “realismo no-fundacionalista”. En una crítica bien argumentada desenmascara el anti-realismo-relativismo de Putnam y Margolis. Si se desplaza el prioritario valor de verdad de la investigación filosófica, no hay manera de ser realista si no es haciendo una flaco favor a la lucha contra el escepticismo.
Cahoone está de acuerdo con la primera declaración anti-fundacionalista, el conocimiento de la realidad es inaccesible de una manera incontaminada: la filosofía no tiene como fundamento un conocimiento privilegiado de la realidad que subyace a las apariencias. Pero cree que estar de acuerdo con esta proposición no implica dar, precipitadamente, una respuesta negativa a la cuestión “¿puede la filosofía justificar que sus juicios sean verdaderos y en qué sentido?”. La filosofía nunca ha intendo ser exhaustiva o definitiva en sus conclusiones. Es propio de la vocación filosófica ser incapaz de satisfacerse, no rendirse ante la justificación, y, sin embargo, reconocer que no puede completar su propio proyecto. Cahoone utiliza la crítica del juicio de Buchler para defender el aspecto parcial de la verdad con respecto al juicio. Que la filosofía sea circular en su justificación no es un problema: los que lo creen, llamándose pragmáticos o relativistas, no son conscientes de que la aceptación de esta premisa es pragmática (y por tanto relativa). La filosofía siempre se debatirá dentro de un Kirkus; el precio de entrar en este peculiar campo de discurso es la imposibilidad de salir si se sigue la gramática de las reglas del juego. La disolución de la filosofía por la filosofía es una falacia parecida a la flecha de Zenón o al cretense mentiroso. La investigación filosófica, la indagación públicamente justificada, no tiene ni puede tener límites, aunque eso no implica que la verdad sea omniabarcante o circular en sentido de que se autojustifique. La investigación filosófica no puede justificarse a sí misma, no puede validar un lugar subordinado de la verdad en un esquema de valores. El fenómeno “indagar una verdad filosófica” siempre está contextualizado por un entorno llamado vida, y la verdad no es el único interés vital. “La filosofía, concluye Cahoone, no puede tener un término porque nunca tendrá éxito en simplicar sus fines”.
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