en Dilema 2 (1997), 12-18.
Es cierto que un cierto deje relativista ha llegado a formar parte del talante vital característico de la sociedad contemporánea. Como si la creencia difusa en que todas las descripciones del mundo, y todos los estilos de vida que se corresponden con aquellas, tienen el mismo valor, hubiera llegado a formar parte del elenco de convicciones básicas que comparten los occidentales post-capitalistas. El relativismo en el ámbito del conocimiento, la sospecha acerca de la validez universal de los criterios de racionalidad tradicionalmente vigentes en Occidente, es, en este sentido, parasitario del relativismo moral, la duda acerca de no tanto la bondad o maldad de nuestras acciones concretas consideradas puntualmente, cuanto la sospecha acerca de todo un estilo de vida, unas mores que antes considerábamos fundadas en la naturaleza o en la razón, y que por tanto eran universalizables. Aunque los tratadistas suelen presentar el relativismo moral como una consecuencia del relativismo cognitivo (una valoración se abandona cuando se sospecha que está fundamentada en una creencia falsa), parece, más bien, que las dudas acerca de la validez universal del conocimiento se insertan en un contexto más amplio de sospecha respecto de nuestro estilo de vida. Como ha recordado Putnam, el concepto de qué sea la racionalidad óptima se inscribe en una interpretación de qué sea el florecimiento y la plenitud humanas.
Por omnipresente que a veces el relativismo resulta sumamente difuso e impreciso. Tiene mucho más que ver con una actitud o incluso con un tono que con una doctrina con perfiles delimitados. Lo que no está claro es qué significa ser o aceptar el relativismo. En la mayoría de los casos ser relativista significa no ser dogmático, es decir, tener una mentalidad abierta y respetuoso para todos. Pero incluso en muchos textos filosóficos el término "relativismo" resulta vago y equívoco. En ocasiones es casi un insulto. No es infrecuente la expresión "sucumbir al relativismo", o "ser seducido por el r.". Parece que quienes utilizan así la palabra relativismo consideran que es un agujero o al menos un socavón que ellos han conseguido eludir. En este sentido "relativista" es un adjetivo descalificativo más que una doctrina positivamente defendida por alguien. Cuando se intenta “superar el relativismo”, en lugar de encontrarnos con buenas argumentaciones, nos hallamos habitualmente con descalificaciones del tipo "es peligroso ese modo de pensar". Nietzsche dejó escrito en Aurora que ese tipo de proposición es sinónima de "es peligroso ese modo de pensar para mi permanencia en el poder". Sin necesidad de radicalizar la sospecha nitzscheana se puede decirse en su favor que el relativismo se parece demasiado a un fantasma: el espectro contra el que todos pelean.
Aceptemos una definición de Bayley: el relativismo es "la tesis de que los estándares, las reglas, los principios y los ideales (y por tanto los criterios para la aceptabilidad de una creencia) carecen de validez fuera de algún limitando contexto estable; así una proposición es significativa y es verdadera o falsa, una acción es laudable, sólo relativamente a un contexto"[1]. Una definición de este tipo, que depende obviamente de Popper, no permite distinguir bien entre relativismo, holismo o las tesis en torno a la inconmensurabilidad. En muchos autores estas tres etiquetas se identifican, pero posiblemente pueden analizarse por separado. No está claro que la tesis de la inconmesurabilidad entre tradiciones culturales distintas implique necesariamente ninguna aceptación del relativismo. De la misma manera una definición, como la citada de Bayley, parece llevar necesariamente de la relatividad de los conceptos que utilizamos para describir el mundo al corolario de que todas las descripciones valen igual. Y esta es la apuesta no trivial del relativismo: la tesis, para enunciarlo con la famosa expresión de M. Mead de que "los estilos de vida que los hombres de dan o se han dado a sí mismos tienen el mismo valor". Probablemente no sea lo mismo ser pluralista, admitir que cabe una pluralidad de descripciones del mundo, de estilos de vida y de conceptos de qué sea la plenitud humana, que ser relativista, mantener que todas esas concepciones tienen el mismo valor. Como seguramente no es lo mismo admitir la tesis de la inconmensurabilidad entre paradigmas o tradiciones culturales distintas que ser relativista. Por otro lado también debe distinguirse relativismo de relativismo conceptual: la idea de que las redes conceptuales que utilizamos para describir la realidad son arbitrarias. La arbitrariedad de los modos de pintar el mundo puede llevar emparejada la incomensurabilidad pero no, desde luego, la imposibilidad de traducción o de discernimiento interpretativo (unas interpretaciones son mejores que otras).
Llamar la atención sobre el carácter local de la verdad, la pertenencia a un universo particular de cualquier enunciado, su dependencia respecto de formas de vida que, en principio, parecen incomparables ha sido el contrapunto de la filosofía desde su nacimiento. Pero además puede decirse que en el proceso de autonomización de las ciencias humanas el relativismo ha sido un problema de cuya solución depende la legitimidad de su discurso. Los intentos de superar las barreras de las culturas, las épocas y el lenguaje, la discusión en torno a la comprensión de una actividad o institución extraña al investigador, son una investigación sobre las condiciones de validez de la comprensión histórico-social. Todas las ciencias sociales parecen afectadas por la sospecha de la imposibilidad de la comprensión. Si la negación de la existencia de significados comunes a los diferentes lenguajes o de cánones de racionalidad compartidos entre las diversas imágenes del mundo llega a minar la posibilidad de traducibilidad entre marcos conceptuales alejados nos encontramos ante algo más que ante una incitación al silencio. Nos hallaríamos ante una necesaria retractación de todo lo que los occidentales andábamos creyendo. Un relativismo no trivial sabe explicar las razones que han llevado a que conceptos como "verdad" o "bien" hayan adquirido un carácter olímpico que enmascara un estructura de poder o un origen particular e histórico. La cuestión es si ese origen particular nos impide hablar de objetividad o universalidad, si la inexistencia de un Ur-lenguaje (para utilizar la expresión de Rorty) implica la intraducibilidad y, por tanto, el relativismo del "todo vale lo mismo".
Si la tesis relativista es cierta, entonces el discurso sobre lo humano pierde validez y, con ella, legitimidad. La filosofía se ha hecho cargo de la amenaza que ello supone para la objetividad de las ciencias sociales y para sí misma. El primer modo en que se ha tratado de salvaguardar esa objetividad es mediante un intento de fundamentación. Si el éxito de la ciencia experimental fundamentada en el proceder metódico tuvo como consecuencia la creencia en el éxito del dominio del hombre sobre la naturaleza, es obvio que la filosofía tratara de hacer posible la nueva visión del mundo que ofrecían tales ciencia con su propia fundación: Grecia. Dotar de una metafísica a la nueva visión del mundo significaría poder realizar un mapa del conocimiento en el que pudieran vincularse las ciencias humanas a la categoría de las ciencias experimentales. Un éxito en esta empresa podría llegar a garantizar el reino de Dios sobre la tierra: la convivencia pacífica de los hombres. Hay que pensar que en la ilustración se trató en diferentes ocasiones de fundamentar racionalmente la moral. Sin embargo, uno de estos intentos de fundamentación -en realizar la integración de conocimientos- tuvo como efecto perverso un debilitamiento de la razón sin precedentes; se trata del pensamiento hegeliano.
La muerte de Hegel trajo consigo la conciencia de que el proceso dialéctico del absoluto había sido una ensoñación. La resolución de esta crisis tuvo a grandes rasgos dos caminos: el objetivismo (el esfuerzo por determinar entre las ruinas un acceso a una realidad que permita la corrección de la interpretación) o el relativismo que decretaba la bancarrota definitiva de la razón. Dilthey representa a las dos corrientes en tanto que no llegó a creerse una idea tentadora que aparece y desaparece en sus escritos: ¿Qué pasaría si la interpretación fuera el modo de ser del hombre? ¿Qué pasaría si la razón fuera un derivado de un principio excéntrico a ella y que, por tanto, perdiera la principialidad con que le había dotado Hegel? Esto explicaría el fracaso de la doctrina hegeliana (la historia no se ha acabado) y dotaría a la razón de una transitoriedad, de un estado tan humilde, que hace temblar a Dilthey.
La no transpariencia del concepto y la nueva condición particular de la razón fue un fantasma que supuso el acento en la inconmensurabilidad de las actividades y los saberes, de las culturas y las épocas. No sería arriesgado decir que el relativismo era visto incluso como una amenaza para el futuro de la humanidad. De lo que empezó a dudarse es si tal amenaza tenía como único antídoto la salvaguarda de la objetividad de las ciencias humanas. La inconmensurabilidad entre tradiciones distintas o entre saberes empezó a mostrar sus propios derechos. Son estos derechos los que hicieron que la hermenéutica dejara de considerarse como una disciplina filológica gracias a la tendencia vitalista de Dilthey que traicinaba al Dilthey ilustrado. Junto a su titánico intento de fundamentación de las ciencias históricas -el saber debe poder hacerse cargo de la vida vivida por los hombres-, el pensador alemán reacciona contra el idealismo que hacía del hombre el sujeto trascedental y de la razón, un punto de vista olímpico y ultraterreno. Tal vez las ciencias experimentales se basen en la observación aséptica que permite la formulación universal y la experimentación repetible, pero las historia -para serlo- debe inscribirse en un punto de vista y ha de formularse en los términos que los propios actores nos hagan comprensibles. El saber toma entonces ciudadanía y se temporaliza, entra a formar parte de la vida.
La madurez de la hermenéutica sobreviene en el momento en que esa temporalización no se detecta como un peligro para la validez del saber sobre lo humano. El objetivismo es precisamente la tendencia a pensar que la incardinación práctica de la razón teórica significa sucumbir al relativismo. Pero si se considera que la racionalidad posee una aprioridad irrenunciable -su carácter histórico- aparece una solución al relativismo que legitima un discurso sobre lo humano: la trascendentalidad del objeto histórico-social viene dado paradójicamente por la posición empírica irrenunciable del sujeto investigador. Las épocas y las culturas posee en principio un carácter inconmensurable pero no nos impide hacernos con ellas. El criterio de corrección de esa actividad de traducción viene dado por la misma práctica interpretativa. La metodología de las ciencias humanas no se diferencia específicamente de nuestro modo habitual de comprender: de hacerse cargo de una situación.
La hermenéutica es la ciencia que trata de saber qué pasa cuando comprendemos, qué hay implícito en el acto de comprender. Si la comprensión es un dato a priori del que se parte (la vida humana se auto-interpreta), resulta lógico declarar inútil la labor de fundamentar las ciencias humanas. Se podría decir que tal fundamentación de juris viene dada de facto por el tipo de existencia que llamamos humana. Por eso, para Gadamer la hermenéutica no viene a llamar la atención sobre una contienda de métodos sino sobre algo que tal contienda supone y deja de lado. La comprensión, más que como un método, ha de verse como el enfrentamiento con lo extraño: lo propio de la situación humana. Ante lo extraño no hay garantía de traducibilidad. El criterio de interpretación no viene dado de antemano. Es obvio que el afán de control sobre el objeto que exije la ciencia experimental para poder describir de los casos una ley general fracasaría en el objeto cultural. Porque lo extraño desafía el punto de vista del sujeto cognoscente y quiere hacerse valer como tal. El objeto de las ciencias sociales se "resiste" a ser traducido. La sensibilidad hermenéutica implica el reconocimiento de que nunca podemos esperar elimiar la intrínseca opacidad, pluralidad, ambigüedad que viene dada en toda interpretación. Lo que para Dilthey era el obstáculo principal para la objetividad de las ciencias humanas (la facticidad) se ve desde la hermenéutica filosófica como la garantía de comprensión de la expresión cultural. La superación del objetivismo viene dada por la dinámica del juego de la comprensión de la cual no puede evadirse la actividad humana. No se puede comprender algo a menos que se de cuenta que no se está ante un objeto sino ante un acontecimiento del que el sujeto forma parte.
El presupuesto que comparte tanto objetivismo como relativismo podría formularse así: para la traducibilidad es necesario un lenguaje común, un sustrato que fundamente la corrección en la comprensión (llámese naturaleza humana, razón, estructura afectivo-instintiva, cuadro de constantes superculturales, psique, significados lingüísticos más allá de los significantes, estructura fisiológica neuronal, destinación religiosa). La hermenéutica supera este presupuesto a un precio que un objetivista valoraría altísimo: la imposibilidad de un conocimiento absoluto y trans-epocal. Hegel decretó que todo lo real es racional y todo lo racional es real. La hermenéutica podría dar vigencia a esta declaración desde un punto de vista nuevo. Podría pensarse, como ha visto I. Aymerich, que la mitad de la frase es una cura de humildad y que la otra mita es decir: si un concepto no se hacer carne no es tal concepto. No hay una verdad fuera del mundo que hacemos. La instancia del juicio sobre la historia no es la metafísica sino la historia. La metafísica es el intento de ponerse en lugar de la virtud, de reemplazar la cultura por la reflexión. Esto es posible hacerlo pero puede llevar a la tentación de sustituir la verdad por la ensoñación. Si la ilustración trató de abolir la cultura anterior y sustituirla por una cultura absoluta, basada en la razón, la hermenéutica reconoce que esa sustitución produce monstruos[2]. Puede ser que se siga considerando al historicismo como una amenaza para las ciencias humanas. Todo tiene un precio: o una teoría sobre el hombre no operativa o se da cuenta de la vida vivida por los hombres, aunque eso signifique declarar el carácter epocal de la verdad. La historicidad, el mundo vital y su carácter lingüístico actúan como atenuantes para el que considere que lo real, lo verdadero o lo justo quedan desterrados a la arbitrariedad. Que el comercio entre los hombres sea pura arbitrariedad, o que esa arbitrariedad sea mala, es ya una discusión diferente. Durante siglos los contenidos del saber sobre el hombre se depositaban en las llamadas ciencias retóricas, y eso no era tomado como una peligro para tales contenidos. Que la evidencia de la verdad de los hombres y sobre los hombres sea retórica sólo puede implicar el anything goes o el escepticismo para alguien aquejado de lo que Bernstein ha llamado ansiedad cartesiana. Al fin y al cabo tampoco consideramos algo bueno o malo porque esté bien fundamentado sino porque nos parece bueno o malo. Declarar esta insuficiencia de la razón permite hacer valer un tipo de verdad olvidada por la ilustración: la verdad práctica, aquella que es necesario hacer para saberla. Las ciencias humanas parecen estar involucradas en este tipo de verdad como cualquiera de las bellas artes. Casi podría decirse que son lo mismo.
Creo que la actitud hermenéutica resulta una salida airosa del relativismo. Reconocer lo otro como extraño es declarar insuficiente a la razón metódica. Comprender es siempre tomar algo como algo, tanto en la vida práctica como en la comprensión socio-histórica. Y en la vida práctica no todo nos da igual. Por otro lado la interpretación siempre deja un resto intraducible y eso hace a que su producto no sea exhaustivo. El mismo lenguaje nos hace saber que hay interpretaciones más correctas que otras. La corrección se hace valer por sí misma en el contexto de las circunstancias. El objetivismo ve en lo otro una amenaza para la verdad, porque posee un carácter marcadamente etnocentrista. En este sentido la hermenéutica como doctrina anti-fundacionalista funciona como un anti-antirelativismo, por utilizar el término acuñado por C. Geertz. Aceptar de entrada lo incomparable no es visto como una amenaza para la racionalidad sino como un desafío. Intentar fundamentar la verdad por encima de la cultura sólo lleva consigo a la ensoñación, y las verdades que produce son "verdades caseras"[3].
Wittgenstein dejó escrito en sus Observaciones que "no se debe tomar por evidente lo comparable sino lo incomparable" (1948). Creo que estas palabras pueden interpretarse, no como una simple apología de lo irreductible, sino como una descripción del cómo de la comprensión humana. Si la vida del hombre tiene la característica de orientarse desde la interpretación, las ciencias humanas encuentran aquí una indicación y un límite. Desde esta perspectiva de la razón metódica queda bajo sospecha: su pretensión de exhaustividad sobre el objeto, el intento de acceder a un punto de vista ausente de presupuestos, es un disparate que produce espejismos. El discurso científico ve demasiadas cosas irreductibles e irreconciliables: no puede garantizar un discurso unitario o coherente. Ve aporías donde ya se ha conseguido una síntesis convencional desde la argumentabilidad de la vida. El responsable de esa síntesis es un discurso poético-retórico que nos constituye no como sujetos trascendentales, sino como seres vivientes, a los que, sobre todo, les ocurre cosas no previstas. La razón teórica ve en esta argumentabilidad como un reto y un reproche. La declaración de insuficiencia le convierte en una razón hermenéutica: un punto de vista sabedor de que, retroceda lo que retroceda, siempre poseerá espalda y, por tanto, siempre será vulnerable. Su comienzo no es absoluto y tampoco posee la última palabra.
Ante esta derrota de la razón se puede decretar la duda universal para reiniciar la historia de la filosofía, como se trató de hacer hace dos siglos. Si se entiende que esta actitud está destinada a fracasar se puede renunciar a la posibilidad de un fundamento firme del pensar, y sostener un sistema de creencias "verdaderas" por necesidades pragmáticas. Se puede decir, como han hecho Lukes y Hollis que los paradigmas científicos y los paradigmas conceptuales que describen una imagen del mundo están separados como "islas en un océano". Según estos dos autores la duda sobre el carácter local de nuestras formas de pensar ante una diversidad de imágenes del mundo incomensurables son "el camino hacia el relativismo, empedradado de pretensiones plausibles"[4]. Pero es esta plausibilidad la que dota a la filosofía desde su nacimiento de consistencia. Pensar que el fracaso ilustrado implica la renuncia a comerciar en ese marasmo irreductible a la unidad es, en expresión de H. Marín, "sectáreamente filosófico". Porque supone que la razón es más originaria que la acción y que la vida. La razón, tal como postuló Dilthey, nunca puede ir más allá de la vida. Y, por otro lado, tener que seguir viviendo no es una necesidad que se imponga a la razón desde fuera de sí misma. Por ello Arregui ha subrayado que se da aquí una paradoja muy esclarecedora: "postular que el relativismo es pragmáticamente insostenible resulta especialmente relevante en la medida en que sólo podría defenderse pragmáticamente. El relativismo no puede formularse como principio teórico, sino sólo inocularse mediante una actividad de desenmascaramiento, como vacuna contra el objetivismo"[5]. Si la objetividad racional quiere establecerse desde un fundamento invulnerable (objetivismo), el relativismo adquiere protagonismo como una doctrina escéptica. Pero si se renuncia a la ansiedad cartesiana entonces la consistencia y objetividad de la razón adquieren la característica principal de la racionalidad vital. Y la vida tiene forma argumentativa. Entonces el concepto de verdad deja de tener el deseado rango de la irrefutabilidad; porque hay argumentos mejores y peores; y los buenos lo son porque están abiertos al diálogo, porque son mejorables o pueden serlo, y porque pueden ser desmentidos[6].
[2] Debo esta idea a una conversación que mantuve con I. Aymerich durante la celebración del congreso Relativismo y Pluralismo que tuvo lugar en La Sénia en Abril de 1993 organizado por el Centro de Estudio Vasco-mediterráneo.
[3] "Lo que reprochamos del antirelativismo no es que rechace una aproximación al conocimiento que siga el principio todo depende del cristal con que se mira, o un enfoque de la moralidad que se antenga al proverbio donde fueres haz lo que vieres. Lo que objetamos es que piense que tales actitudes únicamente pueden ser derrotadas colocando la moral más allá de la cultura, separando el conocimiento de la una y la otra. Esto ya nos resulta imposible. Si lo que queríamos eran verdades caseras deberíamos habernos quedado en casa" (C. Geertz, en Anti-antirelativismo, en La amenaza del relativismo. El resurgir de la intolerancia, Revista de Occidente 169 (1995), p. 103).
[6] Sobre el carácter argumentativo de la vida y de la razón, y sobre el "sectarismo filosófico" del relativismo y el objetivismo me ha guiado la correspondencia privada que he mantenido con Higinio Marín (fechada en Pamplona el 13/3/1995). Así mismo me gustaría agradecer a J. V. Arregui las sugerencias que me dio en la lectura del manuscrito.
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